El olor del laurel
Cada vez que paso por una plantación de laurel su olor me remonta a mi niñez, a la casa de la abuela Candelaria. En su patio había una planta que se erguía victoriosa con su inconfundible perfume y el rosa dominante de su flor, daba color y vida a esta área reservada para la lavandería.
En los días de sol, el perfume del laurel se entremezclaba con la humedad que afloraba de un tanque lleno de agua donde almacenaba el líquido elemento debido a que el servicio era restringido, y suministrado por horas.
La abuela vivía en una casona de adobe de tres pisos, semi construida, enclavada frente al parque principal de la ciudad, donde funcionaba una farmacia con una clientela fiel y cautiva que confiaba en sus recetas y consejos médicos.
En las tardes, el lonche era infaltable, el oloroso café y los panecillos calientes colocados en una cesta de plástico se ofrecían en la larga mesa que usualmente tenía visitantes, entre amigos y familiares que llegaban de pura "casualidad" a la hora del cafecito. La mesa estaba cubierta con un plástico protector con dibujitos de frutas.
El compartir se extendía con frecuencia con la amena charla que se entremezclaba entre recuerdos, anécdotas y chistes. La abuela era una creyente católica de mañanas de rosario, domingos de misa y lunes de velación.
Casi todo el pueblo la conocía y concurría con frecuencia a su farmacia "Virgen del Carmen". Para matar el tiempo mi hermana y yo jugábamos a encontrar el nombre de un fármaco entre las cajas y frascos colocados en los estantes con perfecta simetría. Era nuestra única distracción en las tediosas tardes, en que nos tocaba acompañarla.
El laurel en el patio era único, como todo lo que ella atesoraba, su olor perfumaba el ambiente y ha quedado perennizado en mí, por eso cada vez que me cruzo con una especie igual, evoco aquellos momentos felices de mi niñez que añoro con singular nostalgia.
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