HISTORIA PARA NO OLVIDAR


El camarada Artemio era una de los últimos cabecillas de Sendero Luminoso que operaba en el Huallaga y que durante más de 25 años había sido buscado infructuosamente. Su detención en momentos que se discutía la falta de conocimiento de los jóvenes en torno al daño ocasionado por esta banda de terroristas en el Perú ha sido más que oportuna para refrescar la memoria de todos los peruanos que habíamos olvidado las graves secuelas que dejó el grupo alzado en armas seguidores del sanguinario Abimael Guzman, un profesor universitario que cambio los libros por fusiles. Entre los años 80 y 90, nuestro país fue tomado por asalto por los senderistas. Al inicio empezaron a operar en las serranías del Perú. Ayacucho fue el lugar de su nacimiento. Los campesinos eran acribillados si se resistían a sumarse a sus filas. Cientos de miles empezaron a emigrar a la capital con la esperanza de ser protegidos por el Gobierno y terminaron agazapados en los cerros acentuando los cordones de pobreza que rodean a la gran ciudad gris. Las ideas maxistas-leninistas llegaron a las universidades. La Decana de América, San Marcos fue tomada por asalto, y los profesionales fueron captados para sumarse a la gran guerra popular. Nunca entendí porque los profesionales llegaron a pensar que el terror y la violencia eran los únicos caminos para llegar al Poder y hacer una verdadera revolución en el Perú. Lo cierto es que las universidades nacionales se convirtieron en semilleros del terror. Atentados como el de Tarata en Miraflores, Canal 2 y el asesinato de Maria Elena Moyano, una lideresa de barrios marginales que osó enfrentarse a los senderistas, deben quedar grabados en la memoria colectiva. Ni que decir de la respuesta también brutal del Estado, con el Grupo Colina, que arremetió con las masacres de La Cantura y Barrios Altos. Ya en la década del 90, miles de universitario seducidos por el pensamiento Gonzalo, empezaron a caer en manos de la policía. Como no recordar su presentación en traje de rayas con los brazos en alto haciendo arengas a la guerra popular. Cayeron culpables e inocentes. Hasta aquel domingo 12 de setiembre en que el Perú quedó paralizado con la captura de Abimael Guzman. Cayó en Lima en un barrio residencial. El que “luchaba” por los pobres vivía como rico en la capital mientras en provincias sus camaradas sobrevivían en condiciones adversas. Los coches bombas y voladuras de torres, que fueron el pan se cada día, empezaron a cesar. Los terroristas se replegaron esta vez a la selva y se asentaron en el Huallaga y el VRAE, aliándose con los narcotraficantes. El nombre de Artemio empezó a sonar con cada ataque al Ejército. Al igual que Abimael, que durante años pareció un mito, Artemio para muchos también lo fue. El domingo la noticia se propaló como reguero en pólvora. Había caído el más buscado. El presidente Ollanta se llevó todos los méritos. El terror no debe ser nunca más el medio para intentar cambiar el rumbo del Perú. Esta lección de sangre y horror, jamás debemos olvidarla.

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