LOS HOMBRE DE LA ACEQUIA




Cabezas humanas se asoman y desaparecen dentro de un canal de regadío sin agua, rodeado de malezas secas, lugar que sirve de guarida a un grupo de hombres atrapados por el vicio de la droga, quienes han cambiado su cálido hogar por una zanja abierta expuesta a las inclemencias del clima.

Son hombres que han perdido el sentido de la vida, que han elegido el camino de la autodestrucción y la miseria, que han soltado las riendas de su voluntad, que se han vuelto esclavos de sus vicios, de sus temores y demonios, son seres que actúan movidos por sus instintos, que obedecen las necesidades de su cuerpo, que piden el consumo de la droga, cada vez más y más, aunque destruya su propio organismo, que mate sus neuronas y los lleve a los brazos de la misma muerte.

Los observo desde el octavo piso de mi morada, los veo día y noche, días de semana, feriados y de guardar. Siguen allí inamovibles, los veo al amanecer, los veo al atardecer, en días de sol, nublados y de lluvia. Imagino que han perdido la noción del tiempo, de las horas, de los días, de los meses, de los años, son hombres sin edad, sin nombre, sin creencia, sin futuro, sin afán, sin metas y sin rumbo.

Son hombres que han entregado su juventud y su adultez al consumo de un producto que va minando su cuerpo y su alma. Imagino sus noches oscuras como las aves de rapiña que merodean los basurales al lado de su ocasional morada, las frías madrugadas, el sofocante calor y los fuertes vientos que los envuelve en el escampado donde habitan.
Puedo imaginar su piel curtida por el sol y las picaduras de los insectos, sus almas solitarias y desoladas por el inhumano y degradante estilo de vida que han escogido por voluntad propia.

Puedo imaginar el dolor que causan a su familia: padres, hermanos, esposa o hijos, los días de angustia por su prolongada ausencia, días de llanto y de dolor. El maldito vicio también arrastra a sus seres más queridos, sin tregua, sin piedad, sin compasión. Puedo imaginar sus plegarias diarias por su recuperación, puedo imaginar sus rodillas adoloridas por las tantas veces que se han reclinado en su nombre, puedo imaginar su cansancio y hartazgo por las miles de promesas incumplidas y por los sueños rotos. Puedo imaginar sus arrepentimientos y consecuentes promesas vacías.

Puedo imaginar su retorno a casa, sucios y en harapos por la maltratada vida que llevan en aquella acequia de regadío donde se ocultan para evitar los ruidos molestos de la ciudad que los perturba en su mundo de fantasía, para evadir los reproches de su familia, para sortear la mirada acusadora de la sociedad que los cuestiona, los censura y los margina.

Puedo imaginar el drama de las miles de familias cuyos miembros han sucumbido en las drogas, imagino su soledad, su impotencia y el sentimiento de abandono que sienten por parte del Estado cuyas políticas no han dado los resultados esperados. Tal vez muchos de los inquilinos de la acequia iniciaron el consumo de la droga en el colegio, en el barrio o en una fiesta. Tal vez nadie los instruyó de sus consecuencias, tal vez nadie les advirtió de sus efectos nocivos, tal vez nadie les informó que la droga destruye y mata.

Mientras aquellas cabezas flotan en la acequia, diviso la llegada de la patrulla motorizada, dos policías se bajan de su moto y se dirigen directamente hacia la zanja. Revisan el lugar, dan vueltas, se hunden en su interior y después de varios minutos logran que uno a uno vayan saliendo, son más de los que pudiera imaginar. Los ahuyentan, los esparcen, los invitan alejarse del lugar. Se pierden por las calles aledañas mientras los curiosos se asoman a ver su desplazamiento. Solo queda uno, incontrolable, fuera de sí. De lejos se le ve gravemente afectado por el consumo del estupefaciente. Se balancea de un lado a otro, camina unos pasos hacia adelante, retrocede otros.

Los policías se alejan y lo dejan en su mundo de fantasía, solo él sabe qué mundo vivirá a causa del alucinógeno, se quita la camisa, abre los brazos, tal vez vuela, tal vez se siente libre. No tiene dirección. Ha perdido todo. Tal vez sobreviva o tal vez no, tal vez su cuerpo ya no resista un gramo más de aquel veneno en su organismo. Tal vez mañana ya no exista, habrá sucumbido en el vicio y habrá muerto en su ley. 

Mi hija, de 7 años, los mira asustada, los mira desde lo alto, son vidas perdidas, repite. Le digo que podemos hacer algo por ellos, me mira con sorpresa, podemos orar por los hombres de la acequia le respondo. Tomo sus manos y decimos: Padre nuestro... Tal vez si los padres, los profesores, la sociedad y el Estado asumiéramos con responsabilidad nuestro rol no habrían hombres que prefieran habitar una acequia en lugar de su cálido hogar.

Comentarios

Entradas populares de este blog

DIOS PERDONA EL PECADO, PERO NO EL ESCÁNDALO

RECORDANDO A JUAN JOSÉ LORA

LOS MANTOS DE LA CRUZ DE MOTUPE