SIN PERDÓN DE DIOS


No creo que Dios pueda perdonarlos. Cuando escuché la escalofriante noticia que una adolescente murió tras ser violada por seis sujetos me horroricé, sin embargo, no quise conocer los detalles de la brutal y demencial agresión sexual. No por indiferencia sino por evadir la realidad creyendo ilusamente que evitando las malas noticias me mantengo a salvo de la violencia callejera que nos respira en la nuca cuando cruzamos una acera, cuando pasamos por una esquina poco transitada o un escenario menos peligroso y más concurrido como una fiesta, concierto o reunión familiar. Han pasado algunos días del macabro hecho, sin embargo, la herida, por la absurda muerte de una menor, casi una niña, sigue sangrando en la sociedad peruana y en las redes sociales se pone en debate la castración química para aquellos monstruos que sin derecho alguno han cegado la vida de esta adolescente cuya única culpa fue asistir a la fiesta en la casa de su “amiga”. 

¿Cuántas jóvenes, que aun visten el uniforme escolar, están expuestas a similar peligro?. Este hecho, nos debería llevar a una gran reflexión. De un lado, dejamos al libre albedrío a nuestro hijos para que vivan la vida loca, y en el otro extremo, estamos criando seres irracionales, dominados por sus instintos, vicios y caprichos. Los niños, adolescentes y jóvenes, crecen sin reglas ni valores, alejados de Dios, y sin las mínimas consideraciones hacia su propio congénero. Ya decía un acertado “meme” :“Detrás de cada niño educado hay una madre con chancletas y una muy buena puntería”. 

Los padres debemos retomar el control de nuestra función, siendo responsables, amorosos, vigilantes, observadores y atentos a los cambios de conductas y actuaciones de nuestros menores hijos, hoy en día cuando las redes sociales, el internet y juegos aparentemente inofensivos ocupan la mayor parte de su tiempo, hay que enseñarles a orar, a leer la Biblia, a practicar deporte, a disfrutar de la naturaleza, a compartir y sobre todo a respetar. Tenemos que predicar con el ejemplo y evitar muertes tan absurdas como la ocurrida con la niña ayacuchana en manos de otros menores, cuyos padres - tal vez - no cumplieron con el rol asignado por la sociedad y por Dios, como garantes y faros guías de la vida de sus hijos.

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