LA HUERTA DE MI CASA
Fue el lugar predilecto de mi
infancia. En las mañanas era el paraíso terrenal donde me divertía
husmeando entre las plantaciones, y en la noche, el lugar más
tenebroso, invadido de insectos raros que emitían chillidos extraños
acompañando el vuelo de las luciérnagas con luces parpadeantes.
La huerta de mi casa tenía
una frondosa plantación de plátanos cuyos frutos eran nuestro pan
de cada día. Los racimos crecían como una bendición. Sus grandes
hojas nos regalaban sombra acondicionando nuestra casa de juego
entre las matas, utilizábamos las hojas secas para hacer las
divisiones y los frutos que no prosperaban eran utilizados en la
“comidita”, en tanto, las láminas de color violetas que
protegían la semilla, como depósitos para almacenar el agua. El
trinar de los pájaros, acompañaban el juego que se prolongaba hasta
que mamá llamaba almorzar.
Cuando el hambre apuraba
cogíamos los plátanos guardados en el cuarto de los “cuyes”,
así llamábamos aquel ambiente que mi madre destinaba a la crianza
de estos animales. El bocado dulce y suave, se deslizaba por nuestro
paladar mientras leíamos una historieta. Era el manjar infaltable.
Los limones y las guayabas, también formaban parte de este paraíso.
Los ácidos productos eran consumidos con sal aunque la creencia era
que cortaba la sangre, nos saciábamos hasta que los dientes se
destemplaban y la barriga ardía. Era el fruto prohibido que lo
consumíamos a escondidas de mamá quien nos reprendía cuando nos
hallaba chupando las tapas de limón tratando de exprimirle hasta la
última gota.
Las guayabas eran frutos más saludables. Las
consumíamos tanto verdes como maduras, sin embargo, a veces
corríamos el riesgo de encontrar algún gusano impertinente que
aguara nuestro bocado. Las guayabas por su alto tallo no estaban a
nuestro alcance. Habían expertos trepadores que en un santiamén
escalaban y descendían con el pequeño fruto. En otras ocasiones
utilizábamos palos con garrochas para atraparlas. Era una verdadera
odisea.
No hace mucho mis padres me revelaron que la huerta de la
casa tenía más de mil 500 metros cuadrados de extensión. Era el
patio que cualquier niño o niña hubiese querido tener. Allí pasé
los mejores años de mi vida.
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